4.Olfateos.
Miramontes. Año 353 del I. N. Día 182
1
Volvió a escaparse a principios de su decimosexto verano, después de que uno de esos imbéciles con túnica le impusiera penitencia por haber sido descubierto aliviándose manualmente. Que hubiera sido precisamente ese cerdo que se llevaba al pequeño Robbie el retrasado para que lo hiciera por él en su celda, según decían los rumores, fue el grano que hundió el silo. Además los profesores habían descubierto que aprovechaba el tiempo que pasaba castigado para planear más trastadas. Ahora le esperaba media luna recitando los siete cantares de rodillas frente a esos dos trozos de piedra fría y mirada vacía. Dos pedazos de mármol tallados que se alzaban a ambos lados del altar del templo y que representaban a Daegon y a Artema, los dos aspectos de Dios.
Aún no habían descubierto su ruta de escape del monasterio y quizá se fuera definitivamente esta vez. Era verano y hasta que volviese a caer el invierno podría vivir en los bosques sin dificultad. ¿No era eso lo que hacían los Silvestres?
Irvin los había visto el otoño anterior, acampando furtivamente al otro lado del valle, a la vista del monasterio. Levantaban pequeñas tiendas de lona, encendían sus fuegos y en menos de un cuarto de luna se largaban a otro lugar.
Una vez en su celda levantó una de las losas del suelo. Ahí había cavado un pequeño hueco en las horas donde los demás dormían o rezaban, ya que nunca había sentido demasiada necesidad de lo primero y jamás de lo segundo. Allí guardaba sus tesoros prohibidos por los monjes: una daga, un cinturón, unos calzones, una gorra y una túnica no monásticos robados del cofre de las donaciones; y también algo de comida: cecina seca, castañas, algo de pan de centeno un poco duro, y una cuña de queso sacada de las cocinas.
2
Salió de su celda y atravesó los pasillos. Faltaba cerca de una hora para el amanecer y solo quedarían despiertos los imaginarias del templo, hincando estúpidamente las rodillas en el frío suelo, gastado donde las plantaban, recitando una y otra vez los mil versos del cantar de la luz con la intención de aliviar a Dios las horas de oscuridad, pero aburriendo hasta a la piedra en la que estaban tallados sus aspectos.
Se deslizó hacia la sala de las comidas y allí se acordó de algo. Volvió con cuidado hasta una puerta lateral y buscó en el hueco entre dos piedras de la base del muro. En una ocasión había visto al sacristán esconder algo allí. Como había sospechado, era la llave de la puerta. Dentro, sobre la mesa de roble estaba la recaudación de impuestos de la última estación: una pesada bolsa llena de oro a medio contar y un cofre con el dinero, ya contado, cuidadosamente anotado en el pergamino. Tomó la bolsa y sustituyó las monedas de plata por otras de oro hasta completarla, intentando no hacer ruido. Se la colgó al cinto de sus ropas no monásticas y se complació haciendo una obscena caricatura de Daegon y Artema en el pergamino.
Volvió a la sala comedor y se introdujo en la chimenea. Ahí empezó a trepar por las irregularidades del interior de la chimenea, usando los huecos dejados por algunos ladrillos reventados por el calor, hasta la altura del segundo piso. Allí el conducto sufría una ligera curva y continuaba por el interior de la pared, con ramificaciones laterales por el interior de los muros que llevaban el aire caliente hacia otros puntos del edificio, los cuales usó de escalera.
Por fin salió al tejado, frío comparado con el tiro de la chimenea. Se sacudió el hollín de las ropas lo mejor que pudo y se descolgó hasta el techo del templo. Allí, muchos codos más abajo, oía aun a los imaginarias aburriendo a los dioses mientras, hacia el este, el día empezaba a clarear. Desde allí solo tendría que ir buscando los tejados cada vez más bajos: las alas del templo, el refectorio, la carpintería, la lavandería y el cobertizo de las herramientas. Luego caminaría sobre la valla hasta los montones de estiércol tras las caballerizas. Era prioritario estar lejos cuando descubrieran su fuga.
3
Usó un palo para limpiarse las botas de bosta de caballo y se dirigió hacia el camino, con ritmo pausado, lo importante era no llamar la atención. Con los primeros rayos del sol llegó al puente, donde pagó un alevin de hierro por cruzar y un sueldo de oro como respuesta a preguntas que no quiso responder. Poco más adelante rebasó a unas viejecitas que cuchichearon al verlo pasar y al siguiente recodo sonaron las campanas del monasterio. Su descripción no tardaría en circular.
Llegó a una bifurcación en el camino. Uno conducía al sur, a Milvan y el otro lo llevaría al norte, hacia Nordglass, su hogar. Tras meditarlo unos instantes se adentro en los bosques, buscaría a los Silvestres. Irvin había tenido un breve acceso a un libro de mapas y con eso y la posición del sol sería más que suficiente. Subió por la ladera tratando de esquivar campos cultivados y prados, donde las reses lo miraron indiferentes. Las tierras del valle dependían en mayor o menor medida del monasterio y debía evitar que lo vieran.
Por la tarde llegó a la porción de bosque donde habían acampados a los silvestres. Vio el monasterio y la ventana de la que había sido su celda: la quinta del segundo piso. En cambio no encontró más restos de ellos que algunas rocas dispuestas en torno a viejas hogueras; tenía que haberse escapado cuando aún acampaban aquí. De repente cayó en la cuenta de que no había planificado nada más allá que la escapada. De algún modo había dado por supuesto que encontraría alguna manera de seguirlos, pero los Silvestres no dejaban restos. O al menos, rastros que pudieran seguirse seis lunas más tarde.
Tenía oro en buena cantidad, pero en el bosque no le serviría de mucho. Sopesó la idea de regresar y tomar el camino de Nordglass, su hermano, Lupo, era ahora el conde pero dudaba que lo recibiera. Había acabado en Miramontes como última voluntad de su padre y su hermano no pasaría por alto algo así. Él mismo era quien lo había enviado al monasterio. Según recordaba se había mostrado más estricto que su propio padre, quien también se llamaba Lupo, pero que era más conocido en el pueblo como «El viejo Cara de Zorro». Desechó también esa idea, lo más probable es que lo buscaran primero en esa dirección.
Tomó una decisión. Por el camino del sur se llegaba al bosque de Ham que, en teoría, era propiedad del Concejo, pero del que había oído, tenía problemas con los Silvestres, así que resolvió que tomaría ese camino, pero no ahora. Aún lo buscaban y salir a los caminos suponía la vuelta forzosa. Si cruzaba las montañas que se levantaban al este llegaría al camino imperial, bastante lejos de las sendas de Las Comarcas. No llevaba el hábito, pero su pelo tonsurado lo delataría en cuanto se quitara la raída gorra.
Al caer la tarde encontró un lugar apartado y res-guardado: un estrecho valle orientado al sur. Allí apiló maderos contra el tronco inclinado de un árbol hasta conformar un cono que cubrió de ramas de escoba y hojarasca. Cuando acabó anochecía y solo entonces cayó en la cuenta de que no había probado bocado en todo el día. Sacó la cuña de queso y la contempló triste. Hoy debía conformarse con las provisiones robadas, pero pronto se vería obligado a cazar.
4
No hacía mucho que había cerrado los ojos, o al menos eso le pareció, cuando se despertó sumamente intranquilo, con una sensación al mismo tiempo familiar y extraña. Le hormigueaba la piel y salivaba, su respiración se volvió agitada y los oyó llegar. Se asomó fuera del refugio y la luna llena le mostró una visión del bosque algo gris, pero casi tan nítida como la del día. Al principio no vio nada, hasta que las sombras se perfilaron contra el fondo. Cinco lobos merodeaban, sin duda lo habían olido. Su refugio no resistiría el embate decidido de esos animales. Comenzó a temblar incontrolablemente, de una forma que el miedo no acababa de explicar. Los lobos llegaron hasta la choza y la rodearon curiosos. Irvin sujetó con fuerza el pedazo de corteza que usaba como puerta. Los lobos parecían agi-tados e intranquilos y tardaron mucho rato aún en decidirse a tocar la choza. Oía los olfateos, el rascar y notó como un líquido caliente bajaba por su pierna.
Era sin duda uno de esos momentos en el que en el monasterio insistían que había que rezar, pero se resistía a hacerlo.
La pata de uno de los lobos atravesó la cubierta de escoba y hojarasca y casi lo toca. La piel le picaba horrores y la saliva caía sin que pudiera controlarla. Notaba las encías hinchadas de apretar los dientes. Entonces, de forma involuntaria y fruto de la costumbre, mencionó a Daegon y Artema y el resto del hilo de la oración se deslizó resbalando como un río a través de sus pensamientos, como pis a través de la nieve. Notó como miles de agujas perforaban su piel de dentro a fuera. Unos poderosos colmillos atravesaron sus encías convertidas en fauces. La ropa le estorbaba y, cuando intentó quitársela, descubrió que no tenía manos, sino zarpas.