
1.El Olvidadero.
El Arribadero, Milvan. Año 359 del Imperio Nuevo. Día 157
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Salazar avanzó por el pasillo. Sus pies descalzos apenas hacían ruido comparado con las botas claveteadas de su acompañante. A ambos lados, las celdas contenían guiñapos humanos: seres enflaquecidos, barbudos, sucios y enfermos. «Solo habéis empezado a expiar vuestros pecados», pensó.
El carcelero detuvo sus pasos y le señaló una celda. Dentro dormitaba encorvado un hombre grande y consumido, de enmarañada barba negra, ojos hundidos y piel estirada sobre el cráneo.
—¿Es él? —preguntó Salazar.
—Lo es, Eminencia.
—Parece muy débil. ¿Será capaz de sostener una espada?
—Está debilitado, sin duda, pero se recuperará en cuanto salga de aquí. No se le puede pedir a un hombre que se mantenga en forma después de tanto tiempo aquí dentro, pues…
—Está bien. Que lo vistan, aseen y afeiten. Y que me lo envíen al Concejo esta noche.
—La verdad, no quiero cuestionar sus modos pero… —se detuvo ante la expresión del religioso.
—Continúa, por favor. —Ese «por favor» tenía garras, tenía cuchillos y sabía cómo usarlos. Algo le decía al carcelero que negarse a contestar o mentir sería mucho peor que confesar lo que había estado a punto de decir.
—Es… que no acabo de comprender, por supuesto, sin juzgarlo, el por qué habiendo espadas juramentadas de intachable reputación, busca a su guardaespaldas en el Olvidadero. Aquí no hay más que criminales; y cosas aún peores, como…
—«Quien se muestra inmaculado, a la fuerza debe esconder vileza y corrupción, pues la perfección sin mácula es dominio exclusivo de Dios; así como el arrepentimiento verdadero es reino de quien ha perdido toda esperanza, y la lealtad auténtica corresponde al retribuidor de dicha esperanza» —citó. El carcelero bajó la mirada. —¿Piensas abrir? —añadió Salazar con un deje de impaciencia. Las llaves del funcionario cayeron al suelo.
—Por supuesto, señor —respondió el carcelero, agachándose para recogerlas, y buscando con dedos temblorosos la llave correspondiente.
En los últimos cien años, esas rejas solo se habían abierto para sacar los cadáveres de los reclusos o para emparedar a algún otro desgraciado, generalmente sin transición. La llave encajó con dificultad y, tras unos cuantos intentos, al fin logró girar. El chasquido despertó al hombre que, asustado, se irguió y se golpeó la cabeza contra el techo. Cayó encogido en un rincón, con las manos sobre la cabeza, temblando de miedo.
El chirrido de la oxidada puerta despertó de su letargo a muchos de los muertos en vida que poblaban aquella tumba anticipada. Algunos, los que llevaban allí menos tiempo, se asomaron entre los barrotes para intentar ver de quién era el cadáver que sacaban. Para sorpresa de Byomides, un antiguo pirata que ocupaba la celda opuesta a la del liberado, éste salió trastabillando, sujeto entre dos de los guardias. ¡Era posible salir con vida del Olvidadero!
El rumor de esa idea nunca pronunciada recorrió la cárcel sin necesidad de palabras. Los presos que habían visto a Theodoros abandonando el encierro golpeaban los barrotes con las escudillas y los que no, no tardaron en hacerlo. Pronto, en la prisión entera, se armó una algarabía que duró hasta el amanecer, cuando una compañía de legionarios al servicio de La Fe entró en el Olvidadero lanceando a todos los presos a través de las rejas hasta la muerte. Sus cadáveres, amontonados en el patio, ardieron durante días.