3.Redención.
El Concejo. Año 359 del I. N. Día 159
1
Theodoros despertó desconcertado. Se hallaba en una amplia cama con sábanas de lino blancas. Tras superar el estupor inicial, recordó vagamente que lo habían sacado de aquel agujero para meterlo en un carruaje. Más tarde, no sabía cuánto, lo habían bañado con agua caliente y recortado el pelo y la barba.
Se estiró por primera vez en mucho tiempo. Su espalda chascó y, tras una mueca de dolor, comprendió que lo necesitaba. La cama en la que estaba era, de hecho, mucho mayor que la celda donde había permanecido… ¿cuanto? ¿Un año? ¿Diez? Tras un momento de inquietud descubrió que lo habían vestido con una túnica blanca y sus heridas y laceraciones, en codos y rodillas, habían sido curadas y cubiertas por apósitos. En una mesa cercana estaba preparado el desayuno, consistente en pan, fruta y vino. Apoyó los pies en el suelo y trató de caminar hacia allí, pero al extender los brazos y no encontrar las familiares paredes de piedra, cayó al suelo. La cabeza le daba vueltas, así que se contentó con arrastrarse por la mullida alfombra. Una vez en la mesa comió, pero decepcionado consigo mismo, se sintió ahíto con tan solo media manzana.
La puerta se abrió y por ella apareció un hombre delgado y completamente calvo, descalzo y vestido con un hábito monacal. En contra de su primera impresión, Theodoros se dio cuenta de que debía tener casi la mitad de su edad. En su mano izquierda llevaba un atillo alargado, cubierto de anticuada seda obccana negra. En la mano derecha lucía un grueso anillo de plata con una rana como único símbolo.
—¿Me recuerdas?
—No, señor —dijo con voz ronca y atiplada. Hacía demasiado tiempo que no pronunciaba una sola palabra.
—Hace cuatro años fuiste condenado al Olvidadero por tus crímenes. ¿Te arrepientes?
«¿Cuatro años?», pensó Theodoros. Se dio cuenta de que el religioso lo miraba, esperando una respuesta. El recuerdo de sus manos ensangrentadas lo asaltó con singular viveza
—Desde el primer día —dijo al fin.
—¿Desde el primer día de encierro?
—Desde el mismo momento que comprendí lo que había hecho.
La sombra de una sonrisa pasó de largo por los labios de aquel monje.
—¿Crees que ya has expiado tus crímenes? ¿O crees que deberías volver allí adentro?
Theodoros sospechó que se trataba de una pregunta trampa, pero su moral estaba tan socavada que sólo pudo responder con lo que sentía.
—Nadie sale nunca del Olvidadero.
De nuevo aquella sombra de sonrisa, tan fugaz que se preguntó por segunda vez si realmente lo había visto.
—Veo que nada de lo que pudiera quebrantar tu cuerpo, ni las más refinadas técnicas de la Sede, te harán el menor daño comparado con el tormento que te infliges a ti mismo. Por eso te he elegido. Sé que serviste como mercenario en Salas y como pirata en Momboisse, y también que esos crímenes hace tiempo que los expiaste. Quiero que ejerzas como mi protector. —El sacerdote desenvolvió de forma metódica el objeto que había traído. Theodoros se alteró cuando vio aparecer la empuñadura de una espada—. Supongo que necesitas ponerte en forma. Esto solo es un regalo personal, en modo alguno aceptarlo sella nuestro trato. Al menos todavía.
—Pero… no soy dualictino.
—La Dualidad es historia. No importa en qué creas, siempre que creas en algo. —Theodoros debió mirarlo con incredulidad, pues explicó—: Llamamos a nuestro mundo Theia, los obccanos lo llaman Gradha y los habsharíes Khakvlyha. Es el mismo mundo, nadie puede negar eso. ¿Qué importa el nombre que le demos?
«La Dualidad es historia», pensó Theodoros. De repente no le parecía que hubieran pasado cuatro años, sino cuatro siglos.
—¿Sabe qué fue lo que hice para acabar aquí?
—Lo sé. Es una de las razones por las que te elegí.
Salazar acabó de desenvolver la espada y la depositó sobre la cama. Era un mandoble de unos nueve palmos de longitud, de acero oscuro, veteado y reluciente. La hoja estaba decorada con damasquinados en oro y plata. La empuñadura parecía fundida entera en pesada plata, tallada a buril con motivos de cuerdas y perlas entrelazadas. Un cuero negro y suave cubría dos tercios del mango, rematado con una calavera a modo de pomo, con una pequeña rana en la frente.
—Se llama Redención. —Al ver el gesto indeciso de Theodoros lo increpó—. ¡Es tuya! ¡Tómala!
Theodoros se levantó con dificultad de la cama y la empuñó con ambas manos. Durante un segundo se sintió lleno de energía y la pesada hoja se irguió hacia el techo; pero su cuerpo pronto tomó el control y recordó en qué estado se encontraba. La hoja cayó sobre la cama, desgarrando sábanas y colchón.
—Me parece que eso ha sido culpa mía. No te pero-cupes —añadió en un tono poco tranquilizador.
Theodoros vivió durante las siguientes lunas como en una ensoñación. Comía cada vez más y mejor y Salazar lo acompañaba a veces en largos paseos por los frondosos terrenos del Concejo. Así, en poco tiempo, comenzó a recobrar las fuerzas y, no por ello menos importante, su mente abotargada echó a andar.
Salazar se pasaba de vez en cuando a ver los progresos de su pupilo y transcurrió casi un año y medio hasta que pudo blandir a Redención con la destreza que un arma así requería. Sintió alegría y tristeza cuando Muldbert Warn, su instructor, le indicó que ya estaba preparado. Por primera vez se sentía libre de algún modo, había logrado manejar ese arma, que era suya pero que no creía merecer, con la dignidad debida. Y era muy consciente de que, a partir de ahora, su trabajo sería proteger a Salazar. Theodoros había sido soldado, era lo suficientemente consciente del tedio que tendría que soportar a cambio de solo algunos instantes de acción. Nada sería peor que ver óxido en esa hoja.
2
Aquel día, Salazar llegó empapado bajo una lluvia que disolvía la poca nieve que había caído. Theodoros, al verlo desde lejos y percatándose de que el arco de la entrada lo resguardaba, decidió dar un paso al frente y mojarse él también. Redención colgaba a su espalda y sintió remordimientos; por la noche la limpiaría para eliminar cualquier resto de humedad y le volvería a dar aceite.
Salazar traía el hábito empapado. A pesar de la capucha llevaba la cabeza al descubierto, dejando que el agua resbalara sobre su cráneo. Miró a Theodoros con complacencia y este le devolvió la mirada devota con una pizca de extrañeza. Había algo perturbador en su expresión.
—¿Por qué te estás mojando? —preguntó a modo de saludo.
—Porque mi señor también lo hace.
—No eres mi siervo, eres un hombre libre. Es cierto que expresé mi deseo de que fueras mi protector, pero si no te cuidas no me sirves —dijo severo—. ¿Aún deseas serlo?
—Por supuesto, señor —dijo arrodillándose.
—Levántate. ¿Qué te he dicho? No eres mi siervo y arrodillado no podrás protegerme. —Suspiró—. Recibirás un sueldo, las comidas durante el servicio corren de mi cuenta y podrás abandonar cuando quieras. Pero esto es lo más importante: Me defenderás de quien quiera atacarme, mirarás de forma torva a quien me mire mal y segarás los cuellos que sean necesarios. Para eso tienes una herramienta magnífica —dijo con un brillo extraño en los ojos, que sin embargo se volvió opaco cuando volvió a hablar—. Pero ante todo, no olvidarás que eres un hombre completamente libre.
Un rayo de sol se coló hasta el patio. En algún momento había dejado de llover y el sol volvía a lucir.
—Solo me falta una prueba más para decidir si eres apto o no. Si la pasas, serás oficialmente mi protector.
Theodoros lo miró nervioso.
—¿Qué clase de prueba?
—No tienes más que seguir las instrucciones que te he dado. Recuérdalas.
Salazar enfiló la puerta, atravesó el pasillo de la primera planta y subió por unos gastados escalones hasta el tercer piso. Theodoros lo siguió intentando recordar qué era lo que había dicho. Allí buscó una puerta y la abrió de una patada, aterrorizando al anciano que dormitaba tras un gastado escritorio.
—¡Su Eminencia! ¿Qué significa esto? —dijo el anciano cuando recuperó el habla.
—Theodoros, este es el Tesorero Abraxas. Falseaba las cuentas del monasterio de Miramontes, siendo una de las causas por las que tuvo que… cerrar. Logró zafarse incriminando a un débil mental del que abusaba lujuriosamente. Córtale la cabeza.
Theodoros sacó lentamente a Redención de su vaina. Abraxas no se movía ni trataba de escapar, pero no lo miraba a él ni a la espada. Varias personas habían acudido a ver qué pasaba. Salazar se las arreglaba para cegar la puerta solo con su esquelética figura y sus manos desnudas; tanto hubiera dado que fuera la puerta de un castillo. ¿Por qué necesitaba un protector alguien a quien todos temían acercarse?
Salazar se apartó y lo dejó pasar. No había mucho sitio, pero la punta de la espada era extremadamente cortante. Theodoros se había ocupado personalmente de ello.
Estaba mal.
Aplicó la hoja al cuello del anciano. No se movía, salvo para temblar.
No era una amenaza.
Aunque todo lo dicho por Salazar fuera cierto, comprendió, sus instrucciones no habían sido esas. Su misión era proteger, no ejecutar. Bajó la espada ante el gesto a medias atónito y a medias aterrorizado del monje.
—Soy un protector, no un verdugo —dijo esta vez en voz alta—. Si de verdad tengo que hacer esto, rechazo el trabajo.
Salazar sonrió, pero su sonrisa era fría, forzada. Theodoros sintió que el suelo faltaba bajo sus pies.
—Es justo la reacción que buscaba. Como muy bien has dicho, no eres un verdugo. Este individuo infame recibirá su castigo, pero no aquí, antes deberá ser juzgado y declarado culpable. Enhorabuena. Eres mi protector.
Theodoros sonrió débilmente. No estaba muy seguro de haber hecho lo correcto. Ambos se alejaron por el pasillo, al tiempo que varios legionarios entraban en el despacho y prendían al antiguo tesorero.